lunes, 31 de octubre de 2011

UN DÍA DE CINE

Sería maravilloso poder vivir un día eligiendo los trozos de las películas que nos han gustado y siendo los protagonistas.
Veinticuatro horas huyendo de nosotros mismos, de todo lo malo que nos rodea y dejándonos llevar por la magia del cine.
Si pudiera hacerlo creo que esas veinticuatro horas serían poco tiempo.
Me levantaría por la mañana y tendría un "Desayuno con diamantes" , comiendo unos bollos delante de Tiffany's, escuchando "Moon river" como música de fondo.
No habría que cambiar de vestuario. Con un clic de dedos me trasportaría a otra película.
No habría horarios: ni mañana, ni tarde, ni noche. Sería un día sin horas. Podría ponerme una "Esencia de mujer" y pasar de bailar un tango con Al Pacino a proyectar películas con Alfredo en el "Cinema Paradiso".
Me pasearía en moto con Gregory Peck teniendo unas maravillosas "Vacaciones en Roma" o bailaría con un hombre en un país perdido en el oriente, como si  fuéramos  "Anna y el rey".
Habría tiempo para todo: para irme a "La misión" y escuchar un oboe en medio de la selva, para ser uno más de "La lista de Schindler" y darle el anillo fundido con el oro de las muelas, para navegar en un velero con "Un toque de infidelidad"...
Iría al teatro a escuchar de boca de "Cyrano de Bergerac" sus críticas contra los actores y me reiría con las meteduras de pata de Peter Sellers en "El guateque" al que me habrían invitado.
No creo que me metiera en un submarino, por aquello de la claustrofobia, pero el cine es magia, sueño,.. y podría navegar con Sean Connery en el "Octubre rojo".
Cogería el "Polar Express" y volvería a ser una niña para visitar a Papá Noel o sería "La princesa prometida" con la que todas hemos soñado.
Bailaría la laendler y cantaría en las montañas mientras mi cara se llenaba de "Sonrisas y lágrimas" y, cuando el cielo se llenara de nubes, chapotearía "Cantando bajo la lluvia".
Me perdería por las calles junto al "Mercader de Venecia" o mis pasos se dirigirían a un edificio concreto para subir a una azotea y así tener "Algo para recordar".
Tantos y tantos momentos que han pasado por delante de nuestros ojos. Tantos sueños que hemos querido que se conviertan en realidad. Tantas imágenes que han quedado grabadas en nuestra mente. Tanta magia que nos proporciona el cine y que hace que, tras ver una película, podamos decir: Sí, "La vida es bella".

sábado, 29 de octubre de 2011

EL OLOR DE LOS LIBROS

Los que somos de mi generación (cuarentones) o de otras anteriores y hemos vivido en Huesca recordaremos la librería Aguarón. Aquellos suelos de madera que crujían bajo nuestros pies y el olor....
De pequeña me gustaba bajar a la librería y, como era conocida, me dejaban esconderme debajo del mostrador y pasarme horas sentada viendo cuadernos en blanco, pasando las hojas vacías,  pero oliendo.
Cuando me dejaban algún libro era maravilloso: poder pasar las hojas como un abanico y respirar aquel aroma que salía de ellas. Creo que escasamente sabía leer, pero disfrutaba con ello. Al llegar la hora de cerrar la tienda me acompañaban a la cercana casa de mis padres y yo soñaba con que llegara el día siguiente para volver a bajar, aunque mis padres insistieran en que no fuera tan pesada.
Siempre ha sido uno de mis sueños: tener una librería. Pero una especial, en la que yo sería la dependienta y la clienta. No vendería nada, sería incapaz de desprenderme de todo eso.
Hablando con un amigo hemos llegado a la conclusión de que, más tarde o más temprano, nos tendremos que rendir a la tecnología y deberemos comprar un libro electrónico.
Un día probé uno. La verdad es que resultan cómodos: facilitan el tamaño de la letra, se pueden hacer anotaciones... como siempre hay un pero: No tienen olor.
Hay cosas maravillosas en el mundo y, una de ellas, es el olor de los libros. Comprar un libro y abanicarse con sus hojas despierta miles de sensaciones; hace que nos interesemos por su lectura y cuando llega la hora de cerrarlo porque hemos terminado su lectura, volvemos a olerlo: conserva su aroma, no el de nuestras manos.
Los libros viejos que se van cayendo a trozos, que tienen las páginas amarillas por el paso del tiempo, que mezclan éste con el polvo y la humedad.... son seres con vida. Han padecido los años vividos, el uso que se les ha dado y, algunos, el abandono en algún desván o trastero. Me asombra coger un libro en la Biblioteca y, sabiendo que lo han tocado página por página decenas de personas, siga manteniendo su olor.
No puedo decir que no caeré en las garras de la tecnología y terminaré por tener un libro electrónico, pero seguiré conservando mis libros y, de vez en cuando, pasaré sus páginas, cerraré los ojos y seguiré soñando con mi inexistente librería. Creo que ningún perfume me gustará tanto como el que desprende un libro.

MI OTRA FAMILIA

Desde pequeña me gustaba ir al trabajo de mi padre o de mi madre a verlos. Todo el mundo me conocía, sabían a quien iba a ver, me preguntaban qué tal me iba en el cole y podía esta un ratito con mis padres sin que nadie me dijera nada.
Tiempos que ya pasaron, pero no sólo para mí, para todo el mundo que trabaja: no existe esa familiaridad que había entonces, incluso casi ni conoces el nombre de la persona con la que pasas gran parte del día.
Yo tengo suerte, muchísima suerte. En mi trabajo somos una familia. Sabemos las inquietudes de los demás, nos alegramos de las buenas noticias y compartimos las tristezas. Nuestros hijos vienen al trabajo a buscarnos y los compañeros les preguntan por su día en el cole. Y nunca falta un beso o una sonrisa a los pequeños.
Ayer estuvimos cenando juntos y salí a fumarme un cigarro; a través de los ventanales los miraba y me sentía orgullosa de pertenecer a aquella "familia", de haber tenido el privilegio de ser aceptada y saber que podía contar con todos y cada uno de ellos en cualquier momento.
Hablamos de todo: de los hijos que están creciendo, de los que están en camino, de nuestros sueños y anhelos, de nuestras preocupaciones, ... Nadie estaba por encima de nadie; nadie era el jefe; simplemente éramos una familia celebrando un cumpleaños, unos estudios terminados, un nuevo miembro por venir, un futuro libro,...
No faltaron bromas, chistes y reír metiéndonos unos con otros sin ningún afán de hacernos daño, sino de recordar esa palabra o ese gesto que nos hace soltar una carcajada y nos convierte en cómplices.
M, L, C, A, G, W, B y P: la hermosa familia a la que pertenezco.
Me siento feliz, porque aquellos tiempos que se fueron, han vuelto; porque tengo trabajo; porque con sólo mirar la cara de tu compañero sabes cómo se encuentra cada día; porque en mi trabajo hay grandes profesionales que se esfuerzan por hacer bien su labor y lo hacen con ilusión; pero sobre todo, porque en mi trabajo hay personas.
Gracias a todos ellos.

viernes, 28 de octubre de 2011

¡ NO QUIERO SER JOVEN OTRA VEZ !

Recuerdo que cuando era más joven me llamaban "la sonrisas". Era bonito.
Entonces no había una casa que mantener, un trabajo que cumplir y una niña a la que educar.
Eran años de estudiar en la Facultad, de estar con los amigos, de salir de marcha, de no preocuparse por llegar a fin de mes,...
No siento pena por hacerme mayor y cumplir años. Cómo a la mayoría de las personas, me gustaría volver a esa edad, pero sabiendo lo que sé y con la experiencia que da la vida:
Probablemente volvería a la misma Facultad, los mismos estudios y con la misma gente (cambiaría a algún profesor, eso sí); sabría distinguir entre amigos y conocidos; saldría de marcha y mi cuerpo no me lo estaría recordando durante una semana, y procuraría distribuirme la "paga" de mis padres de otra manera,...
Pero, ¿todo lo que ya he vivido?. No ha sido un camino de rosas, para nadie lo es, pero acepto mi vida, con lo bueno y con lo malo.
Ahora me faltan personas que vivieron mis años de juventud y fueron muy importantes en mi vida, creo que las más importantes; pero existen otras, más bajitas, que nunca ocuparán su lugar, pero podrán llenar el vacío que dejaron.
Distingo entre conocidos y amigos, y a todos los aprecio (así me va), pero a los últimos por supuesto mucho más.
No me llama el salir de marcha, prefiero una buena tertulia con personas que puedan aportar algo a mi vida.
Y a fin de mes, todos llegamos, de una manera o de otra, por lo menos vivos.
NO quiero volver a ser joven; quiero quedarme con la edad que tengo y disfrutar de cada día. Doy gracias por la experiencia que me han dado estos años: por lo que he aprendido, por la gente que he conocido, por lo que he reído y llorado, por los que se han ido y los que han llegado,.... Me niego a tener que volver a aprender todo de nuevo, a recibir las bofetadas propias de la vida, a sufrir cuando alguien se va; con una vez, es suficiente.
Lo único que no ha cambiado en mi vida desde aquellos años, es que procuro estar siempre con una sonrisa en la cara, quizá sea lo que sigue manteniendo mi espíritu joven.

jueves, 27 de octubre de 2011

MELENA AL VIENTO

Desde mi ventana puedo ver a la gente que va y viene por la calle.  
Todos los días laborables y, a la misma hora, veo pasar a los mismos, entre ellos a un gran amigo.
Veo a los adolescentes que van al instituto y a los pequeños que van al colegio; en seguida se adivina quién tiene hoy examen: los apuntes en la mano y dando un último repaso, o quizá el primero.
Un señor ciego va con su perro al trabajo y me admira la seguridad con la que camina: paso firme y decidido confiando en la ayuda de su peludo amigo.
Me llama la atención ver a las niñas adolescentes que parecen sacadas de una revista en la que sólo hay una forma de vestirse y peinarse: la melena larga y lacia tapando parte de la carta, las camisetas con la marca de alguna tienda, los pantalones vaqueros, las zapatillas de deporte tipo bota y la mochila colgando por debajo de donde la espalda pierde su casto nombre. Todas van iguales. Pero no son todas iguales.
Hay una niña con un pañuelo en la cabeza que, a la hora del recreo y cuando salen todos a almorzar, se sienta sola en un banco.
No lleva la melena al viento; lleva la cara descubierta y sus ropas son las propias de su país de origen.
Siempre está sola en un banco. Se come su bocadillo, toma el zumo y la veo que vuelve al Instituto.
No sé cómo será esta chiquilla, no conozco sus inquietudes ni sus anhelos, pero lo más probable es que sean los de cualquier niña de su edad. ¿Qué sentirá?,  ¿qué pensará al encontrarse sola?.
Me dan ganas de bajar y entablar una conversación con ella, pero ¿dónde va una cuarentona a hablar con una adolescente?.
¿Qué obligaría a su familia a marchar de su país y venir a una ciudad como Huesca? Probablemente nada bueno; simplemente la búsqueda de una vida mejor.
No quiero hacer un alegato a favor de las personas inmigrantes que vienen a nuestro país en busca de un futuro, ni tampoco dedicarme a exponer que ella se lo tiene merecido por no quitarse el pañuelo de la cabeza.
Simplemente quiero contar lo que veo: una chica en un mundo que no es el suyo; una adolescente que busca su sitio en una sociedad de melenas al viento; una joven que soñará con un futuro…

IR DE BODA: NO GRACIAS


Me pregunto qué sociedad estamos creando en la que un acontecimiento que, en teoría, debería ser de alegría para todos, nos crea un trauma.
Cuando un familiar o amigo conoce a alguien y comienzan una relación de pareja les deseamos toda la felicidad del mundo; ¡cómo cambian las cosas cuando deciden casarse y, lo que es peor, nos invitan!.
En conversaciones con los amigos nos alegramos cuando, al comenzar un año nuevo, decimos: "¡Qué bien, este año no tengo ninguna boda!".
La boda de un ser querido ya no es un día para disfrutar y alegrarse por el comienzo de la vida en común de dos personas, es plantearse desde el momento de ser invitados lo que nos va a costar: el regalo, la ropa (si eres mujer indudablemente no puedes repetir modelo), peluquería y, si para colmo es fuera de tu lugar de residencia, los gastos del viaje y el alojamiento.
Y llega el gran dilema: ¿cuánto dinero les damos?, porque ahora ya no hay listas de bodas como antaño; así que como mínimo nos tenemos que pagar el cubierto más un extra, lo cual añadido a los gastos anteriores, supone una gran bofetada a nuestra economía.
Todo son preocupaciones: el modelito de rigor, regalar la cantidad de dinero apropiada, buscar hotel,…… y para colmo, aguantar a gente que no soportas y que encima, ponen en tu misma mesa.
Si además te piden que tu hijo o hija sea paje o dama de honor, te tiras de los pelos: tienes que elegir un modelo que sabes que nunca le volverás a poner, por mil arreglos que le hagas, pero eso sí: “¡Qué mono está!”; al fin y al cabo para lucirlo treinta segundos y machacarlo después jugando.
Doy gracias a mis familiares y amigos por estar todos casados o no tener intención de hacerlo. Y a los que estén pensando en llevarlo a cabo, por favor, es un día para estar felices no para ser una pasarela de modelos o un negocio en pequeña escala.

miércoles, 26 de octubre de 2011

ESTOY GORDA Y?


¿Cuántas mujeres habrán escuchado la pregunta de: “estás embarazada”?. Pues no señores, estoy gorda.
Creo que también tenemos derecho a tener la llamada “curva de la felicidad”; nadie sabe si tengo una enfermedad, si tengo algún problema que me afecta físicamente; lo que la mayoría opina es que no llevo una talla 40.
Llega el cambio de temporada, tenemos que sacar la ropa de invierno y hasta debemos agradecer poder meternos dentro de ella, porque si no, llega el infierno: tener que ir de tiendas.
Y da comienzo nuestra odisea: llegar a una tienda, mirar el escaparate, ver lo que hay, si el precio nos convence y por fin, tener el valor suficiente para entrar.
Indiscutiblemente buscamos la talla XXL; ¡milagro!, existe esa talla; pero ahora viene lo peor: probarnos la ropa. ¿Quién cataloga las tallas?, ¿en qué cuerpo desnutrido, casi anoréxico, han marcado las tallas de la ropa?. Creo que no pido mucho: una talla 42 ó 44.
Salimos de la tienda con el ánimo por los suelos. Nos vemos el ser más abominable del mundo: las grasas campan por nuestro cuerpo a sus anchas y no hay manera de controlarlas, se han desbordado.
Siempre tenemos el consuelo de una amiga o de nuestra pareja que nos dice: “No estás gorda, lo que pasa es que ponen las tallas como quieren”.
¿Y eso es un consuelo? Me han llamado embarazada, la talla más grande de la tienda no me cabe y tengo que recurrir a comercios de ropa para personas más mayores y comprarme lo que no me gusta porque es lo único que me cabe.
¿Quién crea los cánones de belleza?, indudablemente no se pasea por las calles y ve cómo somos realmente.
Nos bombardean con dietas, con pastillas milagrosas y con cientos de productos que, a la postre, no nos dejan ser como realmente somos, si no que nos obligan a ser como los demás quieren que seamos.
Me gusta ser diferente; que de espaldas se me pueda distinguir del resto de la gente y no ser un muñeco más en manos de los diseñadores de ropa.
He decidido que me encanta estar como estoy; y a la pregunta de: “¿te has engordado, no?”, no hay mejor respuesta que decir: “Noooooo, me puse botox en los labios y se me ha bajado a la tripa”.

martes, 25 de octubre de 2011

OJOS GRISES

Viendo sus ojos llenos de lágrimas comprendí que había llegado el día.
Había estado contento hasta entonces y el azul de sus ojos reflejaba aquella felicidad inmensa que se contagiaba por todas partes, pero había terminado.
No podía evitar que todo el mundo le observara: unos con alegría, otros con tristeza. Algunos hasta deseaban verle llorar; su llanto era motivo de júbilo para ellos. ¿Cómo se podía ser tan cruel?.... No era crueldad, era egoísmo, algo muy común en el mundo.
Sin embargo, otros se entristecían con él; no sabían bien el porqué, pero cuando veían sus lágrimas, una profunda desazón se apoderaba de ellos. Intentaban animarse distrayéndose con las cosas más banales, pero sabían que él estaba fuera, en la calle, llorando.
Nunca nadie preguntó el motivo de su llanto y, creo que nadie lo hará.
No sé a que grupo pertenezco: si a los que se alegran o las que se entristecen. Sé que a él mi estado de ánimo le da igual, el mío y el de todo el mundo.
Cuando quiere llorar, llora y no da más explicaciones y nosotros, pobres humanos, soportamos sus lágrimas.
El azul del verano se ha ido; sus ojos, con el otoño, se han vuelto grises, un gris de nubes y lluvia, porque como oí una vez en una película: "El sol es nuestro padre y a veces se enfada y llora"

viernes, 21 de octubre de 2011

MI HERMANA

Doce años de diferencia parecen mucho, pero cuando uno es adulto no son nada.
Mi hermana y yo jugábamos de pequeñas, eso sí, algunas veces.
Nos gustaba coger la ropa de los mayores y disfrazarnos. En el pueblo era más divertido: podíamos bajar por las escaleras como grandes vedettes del Moulin Rouge y mamá miraba desde abajo cómo su ropa se transformaba: un vestido pasaba a ser un top, una falda se convertía en un turbante, y así hasta que le dejábamos el armario patas arriba.
Esperábamos el verano para estar juntas, para ir a la recién estrenada piscina del pueblo, para pasear hasta la estación, esa casa ruinosa que se caía en mil pedazos y aquellas traviesas llenas de hierbajos por los que hacía años que no pasaba ningún tren. Todas las tardes eran iguales; todas eran divertidas.
Cuando mi hermana comenzaba la adolescencia y yo ya me iba a marchar de casa, mamá se nos fue, el maldito cáncer se la llevó de nuestro lado. Creo que ahí fue nuestro último gran abrazo, en la puerta del cementerio, sin atrevernos a entrar, sin querer decir adiós a quien había unido nuestras vidas.
La vida y la distancia nos separaron. Nos juntábamos y recordábamos los días pasados. No había confidencias, no había secretos,....
Ahora las dos somos adultas. Las dos tenemos nuestra familia. Ahora volvemos a hablar, a recordar.
Somos dos mujeres que se han hecho mayores en la distancia y es en estos momentos, al ser adultas, cuando más hablamos. Sabemos todo la una de la otra. Los problemas se solucionan por teléfono. Las alegrías se comparten de la misma manera. Creo que nunca en nuestra infancia nos dijimos tantas veces "te quiero" como ahora.
No volverán las tardes de disfraces, de paseos, de baños; los hemos sustituido por las llamadas telefónicas, por las conversaciones eternas en el ordenador. Nos separan cientos de kilómetros de distancia, pero si cierro los ojos, la tengo a mi lado y le acaricio los rizos del pelo.
Es triste pensar en los años que no hemos estado más unidas; años que casi hemos pasado como desconocidas. Las dos sabemos que no los vamos a recuperar, pero lo que nos queda lo haremos juntas, en la distancia, pero unidas.
No es mi hermana. No tengo hermanas. Ella tampoco. Pero es mi pequeña, la niña a la que abracé en la puerta del cementerio, la niña que me imitaba, la niña a la que me atan lazos de sangre lejanos, la niña que fue, es y será mi tata.

jueves, 20 de octubre de 2011

¿MUERE LA INFANCIA?

Ayudando a mi hija con sus deberes vienen a mi memoria los recuerdos de una infancia para mí no tan lejana, aunque para ella yo sea muy mayor.
Las bajadas por el Paseo de la estación, con la única bicicleta que había en casa, hasta el "banco azul"; jugar al escondite en la plaza del "Cuartelillo" (toda una ventaja vivir ahí: como había Casa de Socorro subíamos a casa curados de nuestras heridas de guerra); no quedar con los amigos, simplemente salir y seguro que te encontrabas a alguien con quien jugar; esperar a que una de las madres saliera a la ventana y gritara: "la cenaaaa" y, fuera o no fuera nuestra madre, todos nos íbamos a cenar.
Es triste cómo han cambiado las cosas. Para que un niño juegue en la calle tiene que haber ojos de adulto vigilando, no por sus caídas o golpes, sino por el miedo a que alguien se lo pueda llevar. Ya no bajan a la calle sin que antes los padres lo hablemos y, por supuesto, nosotros también bajamos. Policías de paisano en los parques, padres y madres alerta como búhos en la noche. ¡ Dónde hemos llegado !.
Y la cosa es peor si nos quedamos en casa: consolas, televisión, .... Aún tenemos suerte si los dibujos animados que les gustan son educativos. Las princesas ahora llevan espadas, los animalitos son feroces y casi casi las brujas son buenas. Tenemos que jugar con ellos: al parchís, al monopoly, a muñecas, .... lo que sea.
No podemos ni debemos hacer que nuestros hijos revivan nuestra infancia, son tiempos felices que ya no van a volver, pero sí tenemos la obligación de que su infancia sea feliz, sobre todo, que sea infancia.
Es divertido volver a escuchar canciones como "Milikituli", "El cocherito leré" y liarnos las manos, oyendo sus protestas,  porque a mí ya se me ha olvidado cómo se hacía.
El ratoncito Pérez que viene a llevarse los dientes caídos, los Reyes Magos que traen regalos, el cumpleaños soplando las velas de la tarta,.... tantas y tantas cosas que no deben desaparecer, tantos momentos que guardamos en el corazón y en la memoria y que, con el paso de los años, nos hacen sentirnos felices y, en cierto modo, otra vez niños.
Dejemos que los niños discutan entre ellos, que expongan sus argumentos, que lleven la contraria a sus amigos. No nos metamos los adultos a decidir a quien le toca o no le toca "llevarla" si juegan al escondite. Enseñemos que "por favor" y "gracias" no son palabras tan difíciles de pronunciar; que no se niega un saludo; que los mayores merecen un respeto.
Que sean niños y que vivan como tales, tiempo tendrán de vivir la vida de adultos.

SOLEDAD

Me encontraba sola en una casa conocida, la mía.
Pensé que era por los malos momentos que había pasado, por mi situación actual y el futuro que me esperaba por la delicada salud de mi madre.
 Decidí salir a la calle a ver si me encontraba a alguien con quien poder hablar un rato y olvidarme de todos aquellos problemas que barruntaban por mi cabeza, y sí, me encontré a un conocido. Nos fuimos a tomar algo y estuvimos hablando durante un rato: nos pusimos al día de nuestras vidas; la verdad es que no habían cambiado mucho desde la última vez que nos vimos: mismo trabajo, mismas obligaciones, mismas diversiones, misma vida.
Cuando nos separamos me volvió a invadir la misma sensación de soledad, y no soy alguien a quien le guste ese sentimiento, así que entré en una tienda, sin ánimo de comprar nada, pero por lo menos estaría acompañada.
Vueltas y más vueltas entre todo lo que vendían. No hablé con nadie. Nadie me habló.
Llegué a casa, al rincón de la soledad, y estaba toda mi familia: mis padres y mis hermanos y hermanas. ¿Debería haberme alegrado de que estuvieran ahí, verdad? No; me sentí atrapada en un mundo que me agobiaba por momentos. Me preguntaba cómo mis padres habían podido tener tantos hijos; eso era una casa de locos. Yo no quería seguir los pasos de mi madre y tener un montón de embarazos. Pero era eso o la soledad.
Opté por refugiarme en la cama. Seguía pensando en que llegaría el día en que me dijeran que ya era lo bastante mayor como para seguir viviendo con ellos y me tendría que marchar a formar mi propia familia. Me aterraba la idea. Me tenía que hacer fuerte; buscar el valor que me faltaba para afrontar el futuro.
Y lo encontré: estaba dentro de mí. Me dije que yo era mi propio hogar, mi propia familia y que no necesitaba a nadie para vivir mi vida, al fin y al cabo nacemos y morimos solos, no era tan difícil vivir solos.
Aquella noche huí de casa sin decir nada. Intenté ser lo más sigilosa posible: entre tantos como éramos, alguno se podía despertar.
Cuando llegué a la puerta desplegué mis alas y eché a volar hacia la soledad y hacia la libertad, no quería ser la siguiente abeja reina.

MI CLASE

Me gusta ir al colegio.
Es raro que diga esto siendo tan pequeña, pero la verdad es que me encanta.
Todas las mañanas, a primera hora, ya estoy lista y dispuesta para enfrentarme a un nuevo día de cole.
No voy a mentir, lo que más me gusta es el rato del recreo: jugar, jugar y jugar; y, como tengo un montón de amigos, no me aburro nada.
Los ratos de clase...., bueno, se llevan bien. Me quedo quieta escuchando a la profe.  Esta año estamos aprendiendo las tablas de multiplicar y, como siempre, se cantan a coro. Y yo me pregunto: ¿Por qué no se aprende todo cantando?, es mucho más divertido.
En la clase que me ha tocado este año hay veintitrés niños y niñas y, yo creo que me llevo bien con todos. Bueno, hay uno que es un poco brutote y no me gusta mucho cómo me trata. Cuando juego con mis amigas es como más tranquilo; me tratan con cariño, aunque hay alguna que es un poco chicazo, y alguna vez me ha pegado fuerte y me ha hecho daño.
Lo peor es cuando los niños insisten en jugar conmigo: que miedoooo. Sólo quieren jugar al fútbol y termino cansadísima y llena de moratones. Entiendo que les gusta mucho, pero podrían ser un poco más "delicados".
Este curso es como otro más y yo soy feliz.
Llevo años jugando con los niños en este colegio y nunca me canso.
En verano, espero ansiosa que llegue septiembre para volver a empezar de nuevo.
Sé que conmigo los niños se divierten, y son niños de varias generaciones, a los que siempre llevaré en mi corazón. Porque mi corazón es grande, a pesar de que yo sea pequeña. Pequeña de tamaño porque ¿cómo podrían los niños jugar con una pelota gigante?

lunes, 17 de octubre de 2011

VIAJES

Si alguna vez me preguntaran cuántos países he visitado, no sabría qué responder, ¡han sido tantos!. Lo que sí podría decir son las personas que he conocido, las que me han impactado, aquellas que han dejado huella en mí.
Era un hombre solitario, con un gran corazón. Su esposa había fallecido unos años antes y él seguía manteniendo la casa exactamente igual. Todos los días, después de la ducha y el desayuno, bajaba a tomarse un café y a leer los periódicos del día. Uno de esos días, en el bar, conoció a Marie. Era belga y estaba de viaje unos días por España. Marie era la típica estudiante con ganas de comerse el mundo y en posesión de la verdad absoluta. Me cayó bien. Cuando dijo que tenía que regresar a su país, mi amigo no se sorprendió; sabía que tarde o temprano volvería a su soledad y, por tanto, no le importó que me fuera con ella.
La vida en Bruselas no me gustó mucho. Era un ambiente gris, casi siempre lluvioso. No obstante, tenía una ventaja, había gente de muchos países.
En España, Marie no nos comentó nada de su novio Hans, un alemán serio y cariñoso. “Curiosa combinación”, pensé. Trataba a Marie como a una reina. Creo que sería en compensación por las largas ausencias, ya que, como trabajador de una multinacional debía viajar constantemente.
El día que Hans tuvo que marcharse a otro de sus viajes, decidí irme con él. Nadie me esperaba en ningún sitio, y Marie sabía que Hans me podría necesitar.
Primero fuimos a su Alemania natal, después a Austria y terminamos nuestro periplo en Italia.
¡Cómo me gustó ese país!. Era tremendamente parecido a mi España. Conocí a Lucca, gran amigo de Hans y los tres recorrimos el país. Lucca tenía pocos recursos económicos, pero los compensaba con esa alegría que da el carácter mediterráneo. Cuando Hans volvió a Bruselas, me quedé con Lucca. No quería volver a ese país tan oscuro.
Un día Lucca y yo sufrimos un accidente de tráfico. Mi amigo falleció y a mí me recogieron unos noruegos que pasaban por ahí. No me había ocurrido nada y, al ver que estaba solo, me llevaron con ellos. Los días en Noruega eran heladores, pero me gustaba la paz con la que vivían.
He recorrido muchos más países, pero ahora estoy viejo y achacoso. De mi fortaleza de juventud no queda nada, mi cuerpo está blando y arrugado y sé que pronto llegará mi final.
Sin embargo, sigo conservando mi principal valor; el valor que da el llevar impreso en mis cuatro esquinas: 20 euros.

jueves, 13 de octubre de 2011

VIDA

Cuando quise darme cuenta de que el sol me estaba dando vida, ya era de noche.
Mañana abriré bien los ojos.
Cuando abrí los ojos y le busqué, ya se había ido.
Mañana le lloraré.
Cuando quise llorar y desahogarme, no tenía con quien hacerlo.
Mañana lo buscaré.
Cuando lo busqué, alguien se me había adelantado y se lo llevó.
Mañana me quejaré.
Cuando me quise quejar, las palabras no surgieron.
Mañana las encontraré.
Cuando las encontré, quisieron volar libres.
Mañana las soltaré.
Cuando las solté, no tuvieron significado.
Mañana se lo daré.
Cuando se lo di, nadie me entendió.
Mañana me explicaré.
Cuando me expliqué, me tomaron por loco.
Mañana recobraré la cordura.
Cuando recobré la cordura, había un mundo a mi alrededor.
Mañana lo miraré.
Cuando lo miré, no me gustó.
Mañana lo arreglaré.
Cuando llegó mañana, no pude arreglarlo.
Y miré al sol.
Y viví.



martes, 11 de octubre de 2011

BENDITA ADOLESCENCIA (LA DE HACE 30 AÑOS)

Manda narices que nuestro problema de hoy sea que no funciona la blackberry, no sé quién es el o la cantante de moda y no la escucho en mi mp4 por la calle y, cuando llego a casa, no tengo la Wii o la Psp para jugar.
Ni siquiera sé si lo he escrito bien o no. Está visto que no estoy hecha para la alta tecnología y, lo peor de todo, es que me voy a tener que hacer a ella.
Ser adolescente en mi época, de la cual no han pasado tantos años, significaba que las chicas empezábamos a maquillarnos, que con cualquier trapo procurábamos estar las más guapas del mundo y que nos gustaba que los chicos nos miraran mientras bailábamos con nuestras amigas en algún bar. Significaba que los chicos hacían competiciones por ver quien era el más gallito, porque su equipo de fútbol ganara los fines de  semana y porque todas se fijaban en él por lo guapo que era.
Entonces no había góticos,  ni frikis, ni chonis, ni nada similar. A decir verdad, no sé distinguir a unos de otros y no tengo ningún interés en ello. Lo más especial que te podías encontrar era a algún punki  y ya tenías tema de conversación para toda la tarde.
Llevábamos reloj para saber la hora que era y que no se hiciera tarde para volver a casa, no para tener el brazo lleno de colorines y que cada uno marcara una hora distinta: “para ver la hora, ya me miro al móvil”, me diría un adolescente de hoy en día. “Entonces, ¿para que llevas tanto reloj?”, le preguntaría yo. “Es que mola mazo”, me contestaría.
Con mis amigas nos juntábamos en algún parque o plaza para hablar y, ¡oh milagro!, eso es algo que aún se hace, pero con una sutil diferencia: con mis amigas nos hablábamos a la cara, no nos comunicábamos por sms estando a dos metros de distancia unas de otras.
Como he dicho, cada una intentaba vestirse con lo más “chulo” y no “guay” que encontraba por casa. No íbamos toda iguales, de eso ya se encargaban los uniformes del colegio. El pelo unas veces era corto, otras media melena y otras largo; por lo general nos lo recogíamos en una coleta para que se nos viera la cara y así poder lucir el escaso maquillaje que nos poníamos los fines de semana. Nunca en aquellos años creo que ninguna sufriera una contractura en las cervicales de tanto girar el cuello para quitarse la melena de la cara, ni que ningún padre o madre se volviera loco porque no conseguía distinguir a su hija del resto de chicas que la acompañaban.
Al llegar a clase, nos quedábamos sorprendidas al  ver que alguna compañera se había  maquillado para ir al cole; ahora “alucinas” si fulanita o menganita va sin maquillar o “tia, por le menos la raya del ojo”.
Se sigue manteniendo que los menores de dieciocho años no pueden entrar en los bares y beber; ¡por fin algo que aún reconozco!, así que los paseos arriba y abajo continúan: nosotras hablando y contándonos lo que nos había pasado o lo poco que habíamos visto en la tele; ahora, oyendo la música que llevo en la blackberry o en el Mp4 o, simplemente, sin hablar , porque cada una va oyendo una canción distinta.
En mis tiempos nos echábamos un noviete y presumíamos ante todas por lo guapo que era y porque, a escondidas, nos dábamos algún beso o nos cogíamos de la mano; ¿Quién no ha visto a enanos imberbes haciendo lavados de estómago con la lengua a alguna cría en cualquier calle de nuestra ciudad?, y eso que no es su novio, es un amigo.
No ha pasado tanto tiempo desde mi adolescencia a los adolescentes de hoy en día, pero sí ha pasado una eternidad desde MI adolescencia a la suya.
Creo que sólo tenemos una cosa en común: a los adolescentes nos molestan los padres. Claro que eso era cara a la calle, al llegar a casa les contabas con pelos y señales las cuitas de los demás: que si ésta fuma, que si la otra se ha dado un beso en no sé que portal. Ahora llegas a casa y, en resumen, has estado por ahí, con éstas y no has hecho nada. ¿Para qué has salido? Y,  acto seguido, agarras el mando de la Wii y vuelves a tu mundo.
No creo que la adolescencia sea una época tan difícil, lo difícil es saber que en esos  años tengo que descubrir por mí misma el mundo que se abre ante mí y no encerrarme en un teléfono, en una canción o debajo de unos pelos que no dejan ver la cantidad ingente de maquillaje que me he puesto y que no me permiten ver todo el futuro que tengo por delante.

lunes, 10 de octubre de 2011

COSAS

“Cuando era pequeño, mi madre me llevaba de la mano arrastrándome, ya que, por naturaleza, soy vago y nunca me gustó eso de andar.
Un día, absorta como estaba mi madre en su tertulia con una amiga y, despistado como iba yo siempre, me choqué contra una farola.
Chichón impresionante en la cabeza; unos lloros que se oían en toda la ciudad y, para colmo, la bronca de mi madre por no fijarme por dónde andaba”.

“Llegaba tarde a casa y tenía que empezar a correr si no, me esperaba el tremendo rapapolvo de mi padre y la posibilidad de quedarme sin salir al día siguiente.
Tanto corría que me puse a cruzar la calle en diagonal; por supuesto me había asegurado de que no venían coches; pero de lo que no me aseguré es de la distancia a la que se encontraba la acera de mis pies. Así que al ir a subir, todo mi cuerpo cayó abrazado a aquel árbol. La cara completamente raspada, las manos lo mismo. Pero como soy persona de buen humor, comencé a reír  a la vez que las personas que pasaban a mi lado. Y con la cara marcada, sin poder parar de soltar carcajadas que aún me provocaban más dolor me marché a casa”

Estas vivencias y muchas más que me han ido contando, han hecho que me plantee si ellos no se dan cuenta de que nosotros también sentimos, también sufrimos y reímos.
Aquella farola, probablemente sintió el golpe del pequeño y el árbol aún se estará quejando del “abrazo” que recibió.
Somos testigo mudos de la vida y de la muerte.
Conocemos todo lo que ocurre a nuestro alrededor y a todos los que habitan en nuestro mundo. Porque sí, también es nuestro mundo.
Es difícil meterse en nuestra piel, lo entiendo, pero estamos ahí. Nuestras vidas van parejas a las de todos y, aunque ellos no lo sepan, conocemos hasta sus más íntimos secretos.
Pero como buenos amigos que somos callamos. Sabemos hasta dónde podemos llegar; dónde están los límites de cada uno.
Soy un simple PC. Estoy siempre en mi mesa esperando a que vengan a aporrear mis teclas y a contar los secretos que, ni siquiera a otro humano son capaces de contar. Soy el fiel guardián de secretos inconfesables, el mensajero de alegrías y de tristezas, el albacea de tantos y tantos recuerdos que se guardan en mí.
Somos árboles, piedras, casas,…., somos cosas, pero sin nosotras las personas no sabrían vivir ni sobrevivir.

SIEMPRE SOY EL MALO

Desde que yo recuerdo, mi vida ha sido ir de un lado a otro en busca de algo bueno.
No tengo la culpa de que me señalen con el dedo y digan:”Mira, otra vez viene contando cosas malas”.
Creo que nací gafe.
Todos los días salgo de casa cuando aún es de noche, da igual que sea invierno o verano, otoño o primavera, siempre es de noche; y entonces, espero a que se haga de día para empezar a encontrarme con otros.
Él siempre es el primero que viene a buscarme.
Somos amigos desde hace tiempo y nunca falta a su cita diaria. Yo le espero impaciente. Sé que en cuanto salgan los primeros rayos de sol estará ahí. Después nos iremos a dar un paseo y a hacer alguna compra y, lo mejor de todo, ir a su casa.
No me gusta estar en la calle. Sé que algunos me miran mal. ¡Yo no tengo la culpa de que pasen cosas malas!, pero para muchos soy el culpable.
Para él no. Me trata con delicadeza, aunque alguna vez le he visto fruncir el ceño mirándome.
No me gusta ver esa expresión en su cara. Prefiero cuando alguna vez me mira y se sonríe.
Su mujer le suele preguntar por qué me tiene tanto cariño y él, con una sonrisa le contesta: “Mujer, tantos años juntos, no lo voy a dejar tirado”.
Eso es lo que más me gusta. Somos fieles el uno al otro. No sabría decir cuando fue la primera vez que nos vimos, pero creo que yo era aún muy pequeño, o más bien, lo éramos los dos. Por aquel entonces  sus dedos no me acariciaban como ahora, si no que me pellizcaban e intentaban arrancarme un trozo de piel. Hasta hubo veces en que me mordió y entonces sí que me arrancó la piel.
Pero todo aquello estaba perdonado. Los amigos lo perdonan todo.
Ahora él peina canas y yo, no sé a qué se debe, sigo igual que siempre. No he hecho nada para que la juventud se quede conmigo. Quiero que a él le pase lo mismo, que no envejezca nunca; pero lo había hecho.
Sé que él se va a ir, que me dejará algún día y, antes de que lo haga, me apetece decirle algo bonito, algo que alegre la vida de su mujer y la suya, una vida dura, llena de penurias y privada de cualquier tipo de lujo por la escasez económica.
Y ha llegado el día. Lo he sabido en cuanto he visto a su mujer que venía a buscarme. Me ha mirado y ha visto que no soy tan malo: junto a la esquela de su marido, mi amigo, están los números de la combinación ganadora que la han hecho rica.
Ahora podrá llevar una vida desahogada y darle a su marido un merecido descanso.
Lo que espero es que siga viniendo ella todos los días a buscarme y siga pensando que no soy tan malo, porque, al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de las noticias que se publican en mis páginas.

sábado, 8 de octubre de 2011

DE LA MANO

Siempre me paraba a descansar en el mismo sitio.
Cuando llegábamos a casa yo ya tenía mi lugar adjudicado, no había otro.
Él era mi fiel compañero, y no me estoy refiriendo a ningún perro. Salíamos juntos de casa a pasear.
Por las mañanas después del desayuno no íbamos a comprar el periódico juntos, de la mano; algún día entrábamos a tomar un café, sólo se lo tomaba él porque a mí no me sentaban muy bien. Comprábamos el pan y de vuelta para casa.
A mí me ayudaba a colocarme en mi sitio y ahí me quedaba mientras él hacía las cuatro cosas de casa, porque entre los dos no ensuciábamos mucho y después se sentaba a leer el periódico. Así pasábamos las mañanas.
Después de comer se echaba una pequeña siesta en el sofá y, si el calor no era muy apremiante, nos íbamos a la calle otra vez , siempre de la mano.
Por la tarde era más divertido. Nos acercábamos hasta el parque y ahí nos encontrábamos con otras parejas que charlaban animadamente.
A mí me gustaba escucharles hablar cómo arreglaban las cosas que funcionaban mal en su ciudad, en su país o, incluso, en el mundo; cómo volvían a ellos los recuerdos de la juventud y de la infancia y, hablaban de fulanito o de menganito como si hubieran pasado dos días.
Nos conocíamos desde hacía más de 30 años. Aún recuerdo aquel día: yo estaba en una tienda y él entró. Me miró fijamente y yo a él y supe que nuestros caminos ya seguirían unidos para siempre.
Nunca me importó su cojera tan pronunciada, es más, casi me gustaba que fuera así porque eso nos permitía ir de la mano a todas partes.
Lo compartíamos todo: nuestras salidas a la calle, algún pequeño viaje, los acontecimientos familiares,….
Un día yo me caí y me hice una pequeña rotura que él amorosamente tapó y cuidó hasta que quedó totalmente curada. De vez en cuando me acariciaba la pequeña marca que había dejado.
Los dos éramos felices, porque éramos uno.
Aquel día no pude imaginar que él iba a morir, que me iba a dejar. Fue en plena calle; íbamos paseando y cayó fulminado en el suelo. Pero no soltó su mano de mí, y yo caí con él.
Cuando llegó la ambulancia nos separaron, pero un amigo suyo me cogió de la mano y me ayudó a llegar a casa.
Pensé que no volvería a verle y para mí aquello era el final, un final que yo también deseaba.
Y ocurrió lo inesperado. Su amigo volvió y cogiéndome de la mano me llevó hasta el tanatorio en que se encontraba. Levantándome del suelo me colocó en sus manos.
 ¡ Volvíamos a estar juntos!. Y así, en aquel ataúd, nos enterraron a los dos: a mi amigo y a mí, su bastón. Juntos. De la mano.

viernes, 7 de octubre de 2011

UN COLEGIO ESPECIAL


Todos los días pedía un café después de comer, por supuesto, descafeinado.
“Thank you very much”, decía cuando se lo dejaban delante, “¿Cuánto le debo?”. “Nada”, le respondía la amable señorita, “Hoy es mi cumpleaños y la invito yo”. Y así era un día tras otro.
Tantos años viviendo en Inglaterra había hecho que aún quedara en ella algo de aquella lengua, por lo  que , de vez en cuando, comenzaba a cantar canciones en inglés.
En otro lado de la estancia, una antigua residente en Francia, al oír a su compañera entonando aquellas canciones, comenzaba con su repertorio de Edith Piaff.
Este internacional concierto era seguido por algunos de sus compañeros, que sonrientes, seguían a una y a otra, sin saber lo que decían, pero con la alegría en sus rostros por aquella música que “deleitaba” sus oídos.
En otro lado, uno se preocupaba por si su padre habría ido o no a labrar los campos, era la época en que todo tenía que estar preparado. También ansiaba el momento de poder salir e ir a la matacía, a ver cómo las mujeres preparaban las tortetas, las longanizas, y después, todos juntos almorzaban.
Por la mañana, tres días a la semana, tenían que acudir al gimnasio. La mayoría se quejaba y protestaba, pero una vez que estaban ahí, disfrutaban con los ejercicios: “arriba la pierna derecha, abajo”, “arriba los brazos, abajo”….., durante media hora el cuerpo parecía tener vida independiente y obedecía las órdenes que el profe les daba.
Después venían las clases más aburridas para la mayoría o, mejor dicho, aquellas que requerían más esfuerzo: había que pensar.
La hora de la comida era la más divertida
Ninguno tenía el sitio asignado, así que se sentaban con quien querían. Unas veces, la mayoría, no llegaban a tiempo de sentarse con sus amigos, así que no quedaba otra que hacerlo en el lugar vacío.
La comida solía ser muy buena, era variada, pero siempre estaba ella, la que decía: “Esta carne es de burro”, y algunos soltaban una ligera carcajada, mientras otros permanecían pendientes de que la comida llegara a su lugar: a la boca, y no manchar nada por el camino.
Después de comer, la mayoría dormitaba en los sillones y otros permanecían viendo la tele. A decir verdad, no se enteraban mucho de lo que decían, porque el sopor era mayor que la “interesante” programación.
En los días de verano aprovechaban para salir al jardín y disfrutar de los rayos del sol cuando el calor ya era soportable, y en invierno permanecían dentro distrayéndose con algún juego.
Se servía la cena pronto y, poco a poco, iban hacia sus habitaciones a dormir. Las noches solían ser tranquilas, a no ser que alguno tuviera una pesadilla y comenzara a gritar, pero eso sucedía en cualquier otro colegio.
Sabían que siempre estaban ellas, esas señoritas tan amables, que acudirían si necesitaban algo.
Era un cole en el que aprender, aprender a volver a vivir, a no olvidar o, quizá, a esperar el final. Era un cole sin horarios de visita, la entrada era libre y  la mayoría recibía las visitas de sus hijos y sus nietos. Era un cole en el que no había bicicletas en la entrada, sino sillas de ruedas. Era el cole de nuestros mayores, de aquellos que nos enseñaron a vivir, a ser personas y al que nosotros, al igual que ellos nos llevaron de pequeños para que aprendiéramos, los habíamos llevado para que no olvidaran y no nos olvidaran.


jueves, 6 de octubre de 2011

CONOCIDOS Y AMIGOS

Las personas pasan por nuestras vidas igual que pasan los años.
Somos miembros de la familia que formaron nuestros padres y, junto con nuestros hermanos y hermanas, o solos, es un núcleo del que creemos que nunca vamos a salir. Pero llega el día en que abandonamos el nido; nos hemos hecho mayores. La educación de nuestros padres nos ha marcado y nos ha enseñado cómo comportamos en la vida y, ahora, somos nosotros los que tenemos que afrontarla y saber dar lo mejor que llevamos dentro.
Creamos nuestras propias familias, y entonces nos corresponde a nosotros enseñar a nuestros hijos los mismos valores que hemos aprendido. Aquellos que les harán, en un futuro no muy lejano, abandonar el nido que hemos creado y volar solos.
Pero no todo se reduce a la familia.
En nuestra vida van entrando y saliendo personas ajenas a nuestro núcleo familiar: nuestros conocidos. He empleado la palabra conocidos perfectamente consciente de que no puedo decir la palabra amigos.
Amigo es una palabra demasiado especial, demasiado llena de valores.
Muchos son los conocidos con los que compartiremos momentos a lo largo de nuestro camino: aquellos con los que coincidimos en el colegio, los de la universidad, los que nuestra pareja trae consigo, los que hacemos en el trabajo, los padres y madres de nuestros hijos.
Estarán ahí en un momento puntual de nuestras vidas y tanto nosotros como ellos, nos utilizaremos: para dejarnos unos apuntes, para cuidar un día de nuestros hijos, para salir a tomar unas copas, o, simplemente, para extraer de ellos una serie de vivencias que nos hacen pensar.
Son personas que, durante una temporada, ocupan un hueco en nuestro corazón. Hacen que nuestra vida sea más cómoda, al igual que nosotros hacemos que la suya lo sea. Pero ¿hasta qué punto llenan nuestras vidas?.
Por otro lado están los amigos.
Es una palabra difícil de definir. Se puede emplear el tópico de que amigo es aquel que está en los momentos difíciles sin ser llamado.
No creo que esta sea la mejor definición. Para mí un amigo es aquella persona con la que puedo estar sin decir nada y respeta mi silencio y me comprende; es aquella con la que puedo estar horas y horas sin dejarle decir palabra mientras yo hablo y me comprende; es aquella que aunque discutamos, me vendrá a mí con el problema para entre los dos solucionarlo; es aquella que, de corazón, se alegrará de mis éxitos y , ni por un segundo, la palabra envidia se le pasará por la cabeza; es aquella que, en resumen, me aceptará como soy, y no me pedirá que cambie.
Me dejo muchas cosas en el tintero y sin embargo me sigo preguntando ¿realmente existen los amigos? Yo, por suerte, creo que sí.

CLASE MAGISTRAL

Preparando en casa una de mis clases de esta tarde, comencé a pensar en lo que sería mejor que hicieran: “Mejor no poner nada de gramática y que sea todo conversación”.
No me daba miedo el enfrentarme a una clase nueva; con más de veinte años de experiencia en el mundo de la docencia, se suponía que aquello era pan comido.
Pero esta clase era especial.
Ya había dado el año pasado desde enero hasta mayo y, la verdad, el resultado fue muy gratificante, creo que más para mí que para mis alumnos.
Esta tarde me esperaban dieciséis alumnos nuevos a los que quitarles el miedo a un idioma nuevo  y convencerles de que sea cual sea la edad, es buen momento para aprender.
Me decanté por comenzar por las presentaciones: How are you?, What’s your name?, etc.
Me acordé del curso pasado, en que comencé la clase hablándoles en inglés y me reí recordando la cara de asustados que pusieron todos, hasta que en español les dije: “No, tranquilos, es sólo para que veáis lo que haréis vosotros a fin de curso”.
Aquellas sonrisas de complicidad ya decían que entre nosotros iba a haber buena relación.
Tenía los temas preparados, todos estructurados, pero había un tema que no sabía si debía enseñarles o no: las enfermedades.
Pensé que lo mejor sería aprender lo básico: saber ir a un médico y decirle que  te encontrabas mal: una tos, fiebre, cosas que nos pueden pasar a cualquiera.
En ningún momento se me iba a ocurrir emplear aquella palabra.
Algunos iban a venir solos a la clase y otros en pareja. Sabía o, mejor dicho, me imaginaba lo que habían pasado todos y cada uno de ellos, porque en mi familia también lo habíamos sufrido.
Realmente estaba ansiosa por que llegara la tarde y comenzar aquellas clases. Eran especiales; todas las clases lo son, pero aquella tenía algo distinto: quizá fuera alegría o quizá fuera esperanza o quizá ilusión. No sé muy bien cómo expresarlo, pero se respiraba un ambiente de felicidad que se contagiaba. A nadie le obligaban a ir, nadie tenía que sacarse un título o aprobar un curso; todos lo hacían por el mero hecho de plantearse un nuevo reto y aprender por aprender.
Creo que todos mis alumnos son especiales, que todos tienen algo que aportarme y yo que aportarles a ellos; pero estas dieciséis personas me hacen sentirme verdaderamente útil.
No me queda más remedio que admitir que esta tarde y todos los jueves del año tendré una clase magistral; pero no por mí, sino por mis alumnos: todos ellos han superado un cáncer y me demuestran  que la vida es superación, lucha y sobre todo, mucho amor.

Gracias a la AECC por permitirme ser su profe de inglés en Huesca.

miércoles, 5 de octubre de 2011

VIVIR EN LA CALLE

Me gustaba vivir en aquella calle. Siempre lo había hecho desde que me obligaron a abandonar la casa en la que había nacido.
Todos me conocían; eran demasiados años viviendo en el mismo sitio.
Prefería el verano a los fríos días de invierno, aunque éstos también tenían su encanto: ver a los niños jugando con las bolas de nieve y recibir de vez en cuando alguna, me gustaba.
En verano, todo eran risas en el parque que había enfrente de mi banco. Los peques se divertían en los columpios y los padres y madres hablaban en grupos y vigilaban que nada les ocurriera a sus hijos.
Por las noches, cuando el calor se hacía más llevadero, se sentaban personas en mi banco y mantenían agradables conversaciones que yo escuchaba atentamente. Casi siempre eran mayores, y contaban sus recuerdos de niñez y juventud.
Todas las mañanas me despertaban los rayos del sol y la persona encargada de la limpieza, que dejaba todo a mi alrededor completamente limpio.
Ya me conocían todos en la calle: los de la tienda, los del bar, los vecinos del número 23, que era el  que estaba frente donde yo “vivía”,…
Escribiendo esto, recuerdo una noche de verano: en el primer piso del número 23 vive una pareja joven. Sé perfectamente a que hora van y vienen a trabajar, los días de compra y llegar con el coche cargado; pero volvamos a aquella noche de verano: los vi a través de la ventana de su dormitorio. Aquello era lo que llamaban amor: besos, caricias, sonrisas. Yo nunca había recibido ninguna caricia; bueno, algún perro se me acercaba y me olisqueaba, o algún niño se me ponía detrás jugando al escondite; pero una caricia como aquella, nunca.
También acudían a mí los pájaros, pero porque les daba comida.
Muchas veces me había planteado irme a otro sitio. No podía. Aquella calle me tenía prendado y sabía que estaría ahí hasta que se acercara el final de mis días, cuando algún alma caritativa me llevara a algún sitio donde morir en paz; o quizá, y era lo que yo deseaba, moriría en la calle, donde siempre había vivido.
En mi calle, yo era el referente de las estaciones y de los cambios en el tiempo. Cuando se iba acercando el otoño comenzaba a sacar mi ropa de color marrón y poco a poco me la iba poniendo; en primavera, elegía tonos más alegres, por ejemplo un verde claro y en verano me extendía al sol para que me regara con sus rayos.
No puedo decir de mi vida que sea triste o alegre: es la que me ha tocado vivir y me conformo con eso, con vivir. No quiero que una noche alguien me clave una navaja y se recree en mi cuerpo, es el único miedo que tengo; lo demás, es todo soportable.
Al fin y al cabo, ¿qué más puede esperar un árbol como yo, nacido en un vivero y trasplantado a una calle?.

martes, 4 de octubre de 2011

EL CHAT

PARA VIVI Y SERGIO

Era un verano muy caluroso, lo normal en el mes de Julio. Aquella tarde presagiaba tormenta, así que decidimos no ir a la piscina.
Me senté delante del ordenador y comencé a mirar mis páginas favoritas: pronto me puse al día de los temas de actualidad. Vi que ninguno de mis amigos estaba conectado, así que se me ocurrió entrar en un chat a ver cómo funcionaba eso.
Lo primero fue buscarme un seudónimo, un nick, y pensé en algo que me resultara familiar, aunque realmente no creía que de ahí sacara nada nuevo y que estaría poco tiempo.
Había oído hablar a mis amigos de los chats y todos me decían: “Para pasar un rato bien, pero nada más”.
Tampoco buscaba nada más y, sin embargo, lo encontré.
Aquel nick me sonó un poco extraño; a decir verdad, tuve que mirar lo que significaban aquellas dos palabras juntas; pero me gustó.
En un principio las conversaciones eran en grupo: siempre los mismos, hombres y mujeres de distintas edades que matan sus horas de ocio en tertulias unas veces vacías y otras con gran fondo.
Pero pronto entre los dos surgió una gran empatía.
Comenzamos a mandarnos mensajes privados y veíamos que teníamos muchos temas en común: nos inquietaban las mismas cosas, nos dábamos ánimos cuando teníamos problemas, nos reíamos y llorábamos.
Dejamos el Chat y nos trasladamos a Messenger.
Las conversaciones se hicieron más habituales y llenaban no sólo los ratos de ocio, sino también  cualquier momento del día en que necesitábamos el uno del otro.
Decidimos un día, de común acuerdo, poner la web cam y  conocernos en persona.
¡Qué persona más buena!, pensé en cuanto vi su rostro en la pantalla de mi ordenador.
Al poco tiempo me presentó a su mujer y yo a mi marido.
De nuestras conversaciones en el ordenador, pasamos a las llamadas de teléfono.
Sabíamos de nuestros movimientos en cada momento del día: de las visitas al médico, las vacaciones, el trabajo,…..
De todo esto  ha pasado más de dos años y seguimos.
Nuestras conversaciones siguen, nuestros corazones se abren el uno al otro y, en cierto modo, somos el hombro en que apoyarse el uno en el otro.
En aquel chat en que entré y abandoné al poco tiempo, encontré a uno de los mejores amigos de mi vida.
Pero sigo esperando. La distancia nos separa. Anhelo el día en que nos podamos ver y darnos ese abrazo que estamos esperando los dos. Y sobre todo, que mi hija le dé un beso a sus “yayos”.

MALDITA INFORMÁTICA

Hacía tres días que mi hijo se había ido a vivir al extranjero y, echándolo tanto de menos, decidí acercarme a una tienda de informática y comprarme un ordenador para poder hablar con él y verle la cara.
¡ En qué momento se me ocurrió hacer tal idiotez!
Llegué a la tienda, en la que sabía que mi hijo se compraba todo y me salió a recibir un mocoso casi imberbe que muy amablemente me dijo:
-          “Buenos días señor, ¿puedo ayudarle en algo”
-          “Pues sí, verá”, dije tratándolo de usted ante tanta cortesía, “Querría comprarme un ordenador”
-          “Muy bien señor, quiere mirar un PC o un portátil”
Ahí empezaron mis dilemas, a la primera pregunta ya no sabía qué responder, así que opté por la respuesta más clara:
-          “Uno que ocupe poco sitio”, dije muy sonriente.
-          . “De acuerdo señor, entonces miraremos un portátil. Le puedo ofrecer éste con 5oo gigas de disco duro y 4 gigas de RAM”
Pero ¿de qué me estaba hablando ese chaval?, para mí un disco duro era lo que ponía mi abuelo en el gramófono cuando vivíamos en el pueblo y había algo que celebrar, y de RAM lo único que me vino a la cabeza fue la marca de la leche, y dudo mucho que las vacas tuvieran algo que ver con la informática.
No lo dudé un momento y le dije:
-          “De acuerdo, pero ¿me instalarán todos los programas para que yo pueda hablar con mi hijo?”
-          “Por supuesto señor, no tiene que preocuparse por eso, le pondremos el “escaip” y el “mesenller” va incluído en el sistema”
No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, pero le sonreí amablemente, pagué al contado y salí corriendo de aquella tienda.
A los dos días tenía el ordenador conectado en casa.
Por fin había llegado el momento y decidí abrirlo; le di al botón y comenzaron a salir cosas en la pantalla. “Voy bien”, pensé. En unos segundos la pantalla se quedó quieta  y yo intenté escribir “escaip” para poder hablar y ver a mi hijo; pero nada se escribía.
Me dije: “Paciencia, es tu primer día”.
Había unos cuadraditos en la pantalla y opté por darle a uno de muchos colores. ¡Milagro!. Se abrió otra pantalla muy grande en la que ponía “Google”. No tenía ni idea de lo que era aquello, pero de nuevo intenté escribir “escaip” y sí, se escribió, pero no pasó nada más.
Me empezaba a poner nervioso y decidí llamar a mi hijo por teléfono. Las instrucciones fueron claras: SKYPE y darle la flecha rara, a la tecla más grande. “Joder”, pensé, “si se llama “escaip”  ¿por qué lo escriben skype?”.
Hice lo que me dijo y me apareció otra pantalla, en la que , como me había dicho mi hijo, pulsé Registrarse.
UFFFF, me pedía “Cuenta de usuario” , así que me dirigí al cajón en que mi mujer guardaba la libreta del banco y tecleé los veinte dígitos. “Espero que no me quiten la pensión”, pensé.
Después de aquello se abrió otra pantalla. Esperé. Al momento oí la voz de mi hijo: “Hola papá” y vi su cara ocupando toda la pantalla de mi ordenador. ¡ Se movía! ¡Era como si estuviera ahí, en casa!.
Esto es demasiado para mi corazón.
Acerqué mi cara al ordenador y le dije: “Hola hijo, ¿me oyes?
-          “Sí papá, pero no te acerques tanto que me dejas sordo, jajajaja”
-          “Vale, ya me siento bien”
Encima cachondeo.
-          “Papá, no te veo bien”
-          “Pues me he peinado y todo”
-          “Lo veo todo borroso”
-          “Y ¿ qué coño quieres que haga”, dije poniéndome fuera de control
-          “¿Has quitado el plástico de la “güebcam?”
-          “¿De qué?”
Aquello me superaba.
Lo intenté varias veces, durante los días siguientes. Pero mi hijo nunca me veía bien, y a mí se me aceleraba el corazón cada vez que oía su saludo y veía su cara aparecer de repente en el ordenador; sin dejar de lado que ya me había aprendido los veinte dígitos de la libreta del banco, cosa que pocas personas se saben.
Así que decidí llamarlo por teléfono y ponerme una foto de él en el comedor y poder ver su cara.
El ordenador está en una mesa y alguna que otra vez lo abro, lo enchufo y observo el maravilloso paisaje otoñal que aparece en la pantalla.
Al fin y al cabo, la informática me sirve para perderme es ese bosque lleno de hojas y soñar.

lunes, 3 de octubre de 2011

288 ROSAS BLANCAS

 “Cada nueve de noviembre,
   como siempre sin tarjeta,
   le mandaba un ramito de violetas
                                          ( Cecilia )

No era nueve de noviembre, era el veinticinco. No era sin tarjeta, siempre había una con un cariñoso mensaje. No era un ramito de violetas, era una docena de rosas blancas.
No recuerdo cuando le dije que las rosas blancas eran mis favoritas. Tan limpias, tan llenas de sencillez, tan puras. Seguramente sería en una de nuestras conversaciones en el balcón.
La primera docena llegó en el año 1987. Aquello fue una maravillosa sorpresa. Estuve un buen rato contemplando aquel maravilloso ramo: ¡era para mí!. Todos los capullos estaban aún sin abrir y decidí hacerles una fotografía.
Nunca había visto nada tan hermoso, tan sencillo, tan frágil y que a la vez me hacía sentir tan fuerte, tan amada.
Recuerdo que cogí una de las rosas y la guardé en el diccionario de Francés-Español de Larousse;  por aquel entonces era el libro más voluminoso que tenía. Si hubiera sido ahora, estaría entre las páginas de “Los pilares de la tierra” de Ken Follet.
A medida que pasaban los años y se acercaba el veinticinco de noviembre, ambos nos hacíamos los despistados: él no me comentaba que las tenía que encargar con un mes de antelación y yo no le decía que las esperaba ansiosa.
Cuando llegaba el día, él ya sabía a que hora iba a estar yo en casa, me encargaba de decírselo con sutileza.
Era nuestro juego: ambos lo sabemos, pero los dos callamos.
Y puntual como un reloj, llegaba mi ramo. Y me sorprendía, sí, a pesar de estar esperándolo me sorprendía. Me hacía sentir la persona más especial e importante de la tierra. Las fotografiaba. Las cuidaba y mimaba hasta que poco a poco iban soltando sus pétalos.
El año pasado volvió a llegar el ramo, precioso, exquisito. No sé qué fue lo que me hizo coger uno de aquellos capullos y guardarlo en otra página del mismo diccionario que veinticuatro años antes había empleado y que aún conservaba la primera rosa.
En enero de este año se fue.
No habrá más rosas blancas en mi casa.
Llegará el veinticinco de noviembre y te las llevaré a esa tumba que es la mortaja de mi corazón. Y junto a ellas pondré una tarjeta: “Te quiero papá”.

UN AMOR

Cuando se hizo de noche se alegró.
Por fin había terminado otro día; no es que se hubiera aburrido, pero se le hacían muy largos.
Se levantaba pronto por la mañana y desayunaba un poco de leche y algo para comer. Casi siempre era lo mismo, pero le gustaba. Después iba al pequeño baño que tenía en la galería y procuraba dejarlo limpio, igual que se lo había encontrado. Desde muy pequeño lo había hecho, era algo innato en él.
Unas veces pasaba las mañanas en su habitación y otras, cuando hacía buen tiempo, salía al balcón y miraba los coches y la gente que pasaba.
Echaba de menos la otra casa; en ella había un patio de luces al que podía bajar y hablar con otros vecinos. Pero desde que se habían mudado a la casa nueva, y ya hacía cuatro años, no había sitio para poder bajar y hablar un poco.
Después de comer le gustaba sentarse junto a ella. No miraba la tele. Creo que ni la escuchaba. Pero ella estaba ahí, había vuelto del trabajo, aunque sabía que más pronto o más tarde se tendría que ir.
Había desarrollado un sexto sentido y no necesitaba mirar el reloj para saber la hora en la que ella llegaba a casa.
Cuando abría la puerta, él estaba ahí, esperando.
Ella le hablaba, le preguntaba cómo le había ido la mañana y le gastaba bromas sobre lo sucias que había traído las botas del trabajo, sabiendo como sabía que él no salía de casa.
Pero a él esas bromas le encantaban. Siempre venían acompañadas de caricias de besos, y aquello era lo que más le gustaba.
Por la tarde, cuando ella volvía al trabajo, se refugiaba en su habitación. Solía dormir una siesta y después merendaba.
Recordaba los días de tormenta con miedo. En cuanto sonaba el primer trueno, iba corriendo a esconderse y, a pesar de que ella lo llamaba y le decía que no ocurría nada, nunca salía de su escondite.
Por eso le gustaba tanto la noche: ella siempre estaba ahí. Y sabía que ya no se iba a ir, que iba a estar con él.
Cenaban a la vez, él su comida especial, ella la suya. Siempre era así. A veces, compartían algún trocito de pollo o, en días especiales, alguna gamba.
Y por fin llegaba la mejor parte del día: cuando se iban a la cama. Ella se metía y él se acurrucaba en sus pies y entonces oía sus palabras. “Buenas noches, mi peludo amor” y él contestaba: “Miau”.

LA FILA

“¡ Es tarde, es tarde!”. Me lo iba repitiendo a medida que intentaba acelerar el paso, pero aquellos malditos tacones no me lo permitían.  No estaba acostumbrada a caminar con ellos, siempre llevaba calzado plano, pero creía que la ocasión requería ponérmelos junto con mi traje de chaqueta y una blusa.
Me gustaba vestirme de aquella manera, creía que me daba un cierto aire de no sé qué; ¿cómo iba a ir ahí con el chándal y las zapatillas?.
Efectivamente se me había hecho tarde y la fila era terriblemente larga. Así que me puse al final. Miré hacia delante: calculé que habría unas cincuenta o sesenta personas. “Bueno, tampoco son tantas”, me dije a mi misma con el simple ánimo de consolarme.
Comencé a mirar a las personas que había en la fila: aquello parecía la ONU, creo que estaríamos de todos los países que uno pueda imaginar. Me llamó la atención una señora con la piel bronceada por el sol. Tenía unos espectaculares ojos grises que parecían no tener fin. Pero su mirada estaba perdida en el horizonte. “¿Qué pensará?”, me pregunté. A lo mejor recordaba sus años de juventud, la vida con su marido y sus hijos. Una familia feliz.
Detrás de ella había un chico joven: se le veía nervioso, quizá porque fuera la primera vez que acudía a la fila y estaba expectante ante lo que iba a ver, quizá porque la juventud lleva consigo el ansia de hacer las cosas rápidamente y no soportaba tener que esperar.
El señor que tenía delante se volvió y me preguntó la hora; se la dije y suspiró. Me dedicó una sonrisa forzada que yo le devolví.
Esto no era la fila del mercado en la que ya sabes a lo que vas; aquí todo era expectación y ansias porque se abrieran las puertas y pudiéramos entrar.
Los zapatos me seguían doliendo, pero aguanté. “La primera impresión es la que queda” me repetía a mí misma,  y, así, conseguí olvidarme de los tacones.
No quería hacerme ilusiones sobre lo que iba a encontrarme, pero siempre acudía con la esperanza de que no me defraudara.
Por fin las puertas se abrieron y la fila comenzó a moverse como las hormigas cuando salen a buscar comida.
Iba despacio, parecía que nadie tenía prisa, y a mí me entraron los mismos nervios que al chico joven que había visto.
Me puse a contar las personas que tenía delante y cómo iban entrando: treinta, veintinueve, veintiocho…..
Ya quedaba poco. El pulso se me aceleraba.
Por fin llegué a la puerta y entré.
Me dirigí rápidamente a las carteleras para ver lo que había. Creo que después de tanto tiempo haciéndolo había conseguido aprender a hacer lectura rápida.
La decepción iba en aumento a medida que leía. Las observé una y otra vez. Me tocó mi turno en una de las mesas y antes de acercarme me atusé el traje y me retiré la melena de la cara para que se viera mi suave pero bien puesto maquillaje.
Nada.
Me di la vuelta y salí.
Al llegar a casa me quité aquellos malditos tacones, coloqué mi único traje de chaqueta en el armario y me puse el chándal y las zapatillas.
Me senté y me preparé un café; no quería pensar, pero no podía evitarlo. “¿Qué iba a hacer?”, la respuesta era sencilla: esperar al día siguiente y volver a la fila del paro a ver si encontraba trabajo.

sábado, 1 de octubre de 2011

SOY FATA, Y?

Pues sí. Definitivamente he dejado de ser oscense y he pasado a ser fata, y?.
Cuando me levanto por la mañana, me gusta que , antes de salir, todo se quede bien escoscao (limpio); nunca me ha gustado irme al trabajo sin que todo estuviera en su sitio. Así que si el momento lo precisa, escobo un poco, recojo la basura con el badil y todo para el pozal.
Si para ir al trabajo tengo que ir por el Coso, voy como el Papa en el papamóvil, saludando a un lado y a otro y si, por casualidad, veo a alguien a quien tengo que decirle algo y hace días que no veía, pues me paro y los de detrás…. que piten y esperen, ¿qué es lo peor que puede pasar? pues que se monte un superatasco de cinco coches.
Al llegar a mi trabajo saludo, como manda la educación y después me subo para arriba. Evidentemente no puedo subir para otro lado, pero los fatos tenemos esa sana costumbre muy bien arraigada.
Lo más probable es que alguno de los lapiceros que emplean mis alumnos esté sin mina, así que a buscar el tajador y a tajarlo.
Siempre falta alguna fotocopia y no queda más remedio que bajar para abajo (ver anterior, pero en dirección contraria) que es donde está la fotocopiadora.
Sigo con mis clases y si tengo algún rato libre, que son los menos, nos vamos con los compañeros a la sala de profesores a tomarnos un café y a alparcear (cotillear) un poco. Sinceramente se alparcea mejor en la calle, sentados en un velador echando una caña, pero…….
Cuando el último alumno se ha ido, salimos todos para afuera (sin comentarios) y cada uno para su casa.
Sienta bien un pollo a la chilindrón, pero este plato lo solemos dejar para San Lorenzo. Por cierto, soy de las que se sigue emocionando el día 10 de agosto al oír la música de los danzantes y se le escapa alguna que otra lágrima.
Esa mañana es la mejor del año. Es estar todo el rato cogiendo capazos (hablando con unos y otros) y así llegar hasta la hora del vermú, en que nos dirigimos al tubo y nos comemos unas gambas con gabardina y una caña.  Echo de menos los pimientos del “Monteros”, pero todo tiene que evolucionar.
Poder entrar dentro (ejem) de un bar es tarea harto difícil; te sueles llevar algún empentón (empujón) y la caña se te cae por encima de la ropa tan blanca con la que habías salido de casa. No hay problema, es San Lorenzo, y eso demuestra que has estado en el vermú.
Soy fata hasta la médula, tanto que, a  pesar de protestar y decir que en esta ciudad no hay nada, no me he ido y sigo aquí y espero seguir por muchos años.