lunes, 5 de marzo de 2012

CAPÍTULO 1

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Huesca, 1237

              La primavera empezaba a despuntar en los alrededores de la ciudad, después de un frío y largo invierno. El día se presentaba claro, y las gentes comenzaron a despertarse lentamente.
              El sol iluminaba con sus rayos los preparativos para dar inicio a la construcción de lo que sería la Catedral de la ciudad. Para el obispo Vidal de Canellas, recién nombrado tras la muerte de su antecesor García Pérez de Zuazo, era la labor más importante que le habían encomendado el Rey Jaime I y el Papa Gregorio IX.
              Todos se sorprendieron al escuchar el repicar de las campanas de las cercanas iglesias de San Pedro y de Santa María. Justo al lado de ésta última y en ese mismo instante, el imán, llamaba desde lo alto de la torre de la mezquita, pero no era llamada a la oración, sino a reunión. Y en la judería, el rabino corría de puerta en puerta para congregar a todos en la sinagoga.
              Nadie esperaba que aquel día el destino de la ciudad iba a cambiar.

              María era la segunda hija de Vicente y Marián. Vicente se dedicaba a las labores del campo y era propietario de amplios terrenos que se encontraban al este de la ciudad. Con ellos abastecía a los mercaderes de la ciudad de productos agrícolas, lo cuál le permitía llevar una vida desahogada, sin grandes lujos, pero sí confortable.
              En esas tareas le ayudaba su hijo mayor, Carlos. Era un chico fuerte y, desde pequeño, sabía que su destino era seguir con los negocios de su padre.
              Sus comienzos fueron como los de cualquier empleado. Tuvo que ir al campo a labrar, sembrar y recoger  cosechas. No entendía que siendo el hijo del amo tuviera que rebajarse a ese nivel. Pero ahora, con diecisiete años, se daba cuenta de que aquello era lo mejor que su padre había podido hacer por él. Desde su puesto de contable en el negocio familiar, sabía lo dura que era la vida en el campo, y comprendía cuando las cosechas eran malas porque el tiempo no acompañaba y los trabajadores temían que aquello rebajara su jornal.
              Marián era la esposa y madre cristiana perfecta. Inculcaba en sus dos hijos el amor a Dios y a la Iglesia, la unión con la familia y el respeto a los que no eran como ellos.
              Sabía de los escarceos amorosos de su marido, pero guardaba un resignado silencio que ya no provocaba en ella ningún sentimiento de resquemor. “Mientras a mí me siga queriendo…”, se consolaba muchas veces absorta en sus pensamientos.
              Su hija María era su viva imagen unos años antes: pelo castaño, ojos verdes y una piel blanca y fina.
              Aquello fue lo que hizo que su marido se enamorara de ella nada más verla. Era la viva imagen de la dulzura, de la virginidad, del amor puro.  Ahora María era su sucesora, pero aún era demasiado joven para pensar en el matrimonio, aunque su padre ya buscaba candidatos que fueran dignos maridos de su hija y, sobre todo, de su posición social.

              María disfrutaba de su inocencia junto a sus amigas: Ruth y Salmah. Todos los días, tras terminar las tareas de la casa, salían a pasear y se alejaban de los muros de la ciudad hasta llegar a la ermita de Salas. Aquel edificio les imponía respeto: su fachada abriéndose a la sierra de Guara en medio de aquellos campos; su rosetón, como gran ojo que las observaba.
              Nunca se acercaban del todo, siempre permanecían a unos metros y se sentaban a conversar sobre lo sucedido, sus inquietudes. Ya tenían doce años y, en ellas, comenzaban a surgir las primeras luces del amor.
              María sabía que su hermano Carlos estaba perdidamente enamorado de Salmah y, que a su vez, Ruth amaba a su hermano Carlos.
              Era un triángulo amoroso divertido, pensaba;  pero de sus labios nunca salió ninguna palabra, no quería perder la amistad de Ruth y Salmah por culpa de su hermano.

              Salmah era la única hija de Ghalib y de Nehan. Fue un parto difícil, largo y tremendamente doloroso. Nehan  quedó sin poder tener más hijos y sin darle a su marido el varón que tanto ansiaba. Pero Ghalib nunca le había dicho nada y veía en Salmah su futuro, la continuación de su estirpe, pese a su religión.
              En todas las familias era costumbre que el hijo varón heredara todas las posesiones de su padre y las hijas consiguieran buenos maridos, a cambio de una sustanciosa dote, y se separaran de su familia de origen.
              Ghalib decidió que sería su hija Salmah la que siguiera el negocio familiar junto a su marido; ya se encargaría él de buscar al hombre idóneo para que no pusiera ningún impedimento a tales planes de futuro.
              Ghalib estaba muy bien considerado entre los musulmanes que vivían en  Huesca. Era la mano derecha del imán, y sus palabras eran escuchadas en la mezquita con gran interés por parte de todos sus correligionarios. Había seguido con el negocio familiar de venta de especies agrícolas, sedas y otros productos procedentes de oriente; no en vano, su padre le había enviado a Turquía, a casa de unos familiares, para que aprendiera de dónde provenía su cultura y los productos que vendían. Eran tiempos ya pasados que cada día se hacían presentes en su cabeza con el olor de las plantas, de las lanas con que hacían las alfombras y, sobre todo, de las hierbas que empleaban para las infusiones o para ambientar la mezquita.
              Salmah estaba muy unida a su padre. Sus primeros recuerdos de infancia siempre eran entre telas y sacos junto a él. Desde muy pequeña su padre la introdujo en el conocimiento de las especies agrícolas, incluso la había llevado con él en uno de sus viajes a Al-Ándalus a visitar los Reales Jardines Botánicos creados por Ibn Wadif para el rey Al-Mamun doscientos años antes. Así Salmah comenzó a distinguir cada una de las plantas y, lo principal, para qué servía cada una y cómo había que tratarla: regaliz, bananeros, moreras, azamboas, sésamo, coloquíntidas, etc.
              Le gustaba moverse en aquel mundo de hombres vetado para las mujeres y saber que, algún día, ella lo dirigiría todo, con lo cual tenía que estar muy bien preparada para ello y no se separaba de su padre, preguntándole siempre lo que desconocía.
              Salmah tenía la piel morena y unos profundos ojos negros que delataban su estado de ánimo. El cabello siempre cubierto por un pañuelo era de color azabache y ella lo cepillaba con suavidad cada día, a pesar de tener que llevarlo oculto.
               “El día que tenga un marido me acariciará el pelo”, se decía mientras pensaba en aquel hombre que algún día sería su compañero y padre de sus hijos. No sabía que ya existía ese hombre que se moría por acariciarle aquel pelo imaginario escondido tras el pañuelo.
              Salmah disfrutaba de los paseos con sus amigas, sabía que podía confiar en ellas y, alguna vez, cuando estaban seguras de que no había nadie más en los alrededores de la ermita de Salas, se quitaba el pañuelo y dejaba su magnífico pelo al viento.
              Ruth la miraba con cierta envidia, le hubiera gustado tener ese pelo tan liso y brillante y no la maraña de rizos que poblaban su cabeza. Todas las mañanas se mantenía una brutal lucha entre el cepillo y aquellos bucles que, por más y más cepillados que les dieran, siempre volvían a su estado original.

              Ruth era la más mayor de las tres; ya tenía trece años y se creía en la obligación de cuidar a sus amigas de tan solo doce. Al igual que ocurría en su casa: era la mayor de cuatro hermanos. Su padre era un prestigiado orfebre y sus obras en plata eran las más afamadas de la ciudad.
              Residían en el barrio de la judería en una gran casa con patio interior que servía para los juegos de los niños. Ruth ya era mayor para estas cosas y prefería sentarse a la sombra de la higuera y pensar en Carlos, su amado.

              Las tres amigas conversaban aquella tarde sobre lo que sería el día siguiente: toda la ciudad llena de gente para ver la colocación de la primera piedra de lo que sería la catedral. Vendrían personas de muchos lugares, nobles, caballeros,… María soñaba con que entre alguno de ellos estuviera su futuro esposo; Salmah ya se veía con sus mejores galas en aquel acontecimiento, que ni a ella ni a Ruth les importaba, y ésta última esperaba ver a Carlos con su mejor traje como correspondía a un muchacho de su condición.

              Las campanas seguían tocando, el imán congregaba a sus gentes a reunión y la sinagoga ya estaba casi repleta.
              Toda la ciudad estaba expectante; ¿por qué en un día tan especial se les convocaba de aquella manera?; la mayoría pensó que era para dar los últimos retoques a todo el protocolo que conllevaba la colocación de la primera piedra de la catedral y al hecho de que fueran tantos y tantos los magnos visitantes que iban a acudir.
              Pero nada más lejos de la realidad. A la misma hora, en los tres templos, se anunció: María, Salmah y Ruth habían aparecido muertas junto a la ermita de Salas.


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