Desde el momento en que nacemos, nos vemos metidos en este parque de atracciones llamado vida.
Cuando somos pequeños nos gusta que nuestros padres se diviertan con nosotros y nos ayuden a experimentar por primera vez las nuevas sensaciones que se presentan ante nosotros.
En la adolescencia somos los más osados del mundo, y buscamos las atracciones más peligrosas, las que recargan nuestro cuerpo, ya de por sí, lleno de adrenalina.
Llegamos a la madurez y la mayoría nos subimos a ese enorme tiovivo que va despacio, despacio, dando vueltas y más vueltas; y desde él observamos: vemos a los que entran en la sala de los espejos a mirarse una y otra vez y disfrutan viendo su propio reflejo y nada más; vemos a los que nos observan y que un día formaron parte de nuestra vida, a los que sonreímos en una vuelta y a la siguiente han desaparecido; vemos a los que se siguen considerando adolescentes y son atrevidos, y siguen gritando a la vez que sus cuerpos giran y giran; vemos a los que simplemente se limitan a mirar y no disfrutan de aquello que tienen delante de las narices; vemos a los que, con cara furiosa, disparan a lo que les han puesto delante, tan sólo con el afán de lograr su objetivo, aunque sea a golpe de perdigón; vemos a los que se ríen de las personas a las que la naturaleza no ha dotado de un cuerpo diez (éstos deberían ir a la sala de los espejos); vemos a los que se meten en el laberinto y tardan horas y horas en salir, incluso algunos no llegan a hacerlo nunca.
Y nosotros seguimos dando vueltas y vueltas en la rutina, unas veces sonriendo, cuando nuestro caballito de madera está arriba, y otras tristes, cuando el caballito está a ras de suelo.
El parque de atracciones tiene muchos sitios a los que acudir y poder sentirse como cada uno quiera; nosotros tenemos la elección.
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