Pocas cosas en esta vida son tan difíciles como ser
padres. Cuando nuestros hijos son bebés o tienen pocos años de vida es fácil
alimentarlos, cuidarlos cuando están enfermos, jugar con ellos,…, pero pasan
los años y esos pequeños enanos crecen y comienzan a preguntar, comienzan a
enfrentarse con un mundo, algunas veces cruel, que les enseña que no todo es
alegría y risas, que, de vez en cuando, llegan bofetadas que nadie espera y que,
en sus aún pequeñas cabezas, no tienen respuesta.
Entonces recurren a nosotros y simplemente nos
dicen “¿por qué?”. ¿Quién es capaz de decirles que, superados los cuarenta nos
seguimos haciendo la misma pregunta?.
Siempre había creído que el punto principal en la
educación de un hijo es no desautorizar a su padre o a su madre; pero esas
pequeñas cabecitas no paran de funcionar y lloran intentando comprender las
injusticias de la vida, buscando en nosotros la solución a todos sus problemas,
la garantía de que papá y mamá lo pueden arreglar todo.
No hay mayor dolor para un padre o una madre que el
sufrimiento de un hijo, y de ese dolor se sacan las fuerzas, creces hasta
convertirte en un gigante y le dices a tu hijo que luche, que se enfrente a los
problemas, que la vida es difícil, que el dolor existe, y él te mira con cara
de incomprensión: sus papás no tienen la solución para todo. Y es entonces,
cuando ves ese rostro desamparado, incrédulo, cuando salen las palabras del
corazón y dices: “Papá y mamá siempre estarán contigo y te apoyarán, te
querrán, te levantarán cuando te caigas y te enseñarán a hacerte mayor”. En ese
momento tu hijo sonríe, vuelves a ser su héroe o su heroína, a tener el remedio
a todos sus problemas, a pesar de que, por dentro, sabes que no es así y que
sus héroes son de carne y hueso y también lloran y se preguntan ¿por qué?
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